domingo, 22 de enero de 2017

WE'RE ALL OUT OF SOUVENIRS. EL VALLE DEL FUGITIVO (1968)


Llegamos en nuestro recorrido particular por el Western Crepuscular o Western de los 60 y 70 al año 1969, una fecha en la que nos detendremos más de lo habitual a lo largo de este y de los siguientes programas en nuestra sección Ese era mi Bistec, porque es, digamos, un año eslabón entre la década de los sesenta y la de los setenta, porque marca un punto de inflexión no solo en el cine sino en la sociedad americana, porque es el año en el que el sueño hippie, político y contracultural podemos decir que se va a pique, y porque es el año también de cuatro películas muy importantes en las que nos vamos a detener con mimo y esmero como no podía ser de otra manera que son Grupo Salvaje, Dos Hombres y un Destino, Easy Rider, y la de hoy, titulada “El Valle del Fugitivo” en castellano y de forma mucho más poderosa en el original “Tell them Willie Boy is Here” (Decidles que Willie Boy ha llegado).

Del año 69 podíamos estar hablando también como dije la última vez que os visité con “Hasta que Llegó Su Hora” del 68 laaargo y tendido. Como digo es una fecha de cambios fundamentales. Baste decir que es el año de la llegada del hombre a la Luna, de Nixon a la Casablanca, en que las tropas norteamericanas comienzan sus incursiones aéreas en Camboya y con ello del punto álgido de las protestas contra la guerra de Vietnam, el año de la matanza de MyLai, el año en que Lennon escribe aquello de “Give Peace a Chance”, del festival de Woodstock (con una afluencia de 400000 personas, auténtico hito de la cultura contemporánea), y el año también de los disturbios de Stonewall en Nueva York (las primeras protestas en pro de los derechos civiles de gays, lesbianas y, sobre todo, transexuales ;) ¿Suficiente? Es un año digamos más que movidito, que sin embargo va a tener en su segunda mitad dos acontecimientos muy sonados que, como todos sabemos, suponen un parón escalofriantes para las esperanzas de cambio y renovación en la sociedad americana del momento y más concretamente en el mundo del cine y de la música: el primero es el asesinato de Sharon Tate en su casa de Los Angeles a manos del tristemente célebre Charles Manson y su banda de hippies trasnochados; y el segundo, el fatídico desenlace del festival de Altamont en el que los Angeles del Infierno acaban con la vida de Meredith Hunter en plena actuación de los Rolling Stones ante la mirada atónita de Jagger y los suyos desde el escenario. Dos sucesos que desde el punto de vista del cine y de la música, como digo, van a hacer que los impulsos liberadores e idealistas de la década de los sesenta se repriman súbitamente para dar lugar a la atmósfera que caracterizará la década de los 70, sombría, desconfiada, pesimista, paranoica y nerviosa. Es por lo tanto un año horquilla, un puente entre dos visiones del mundo, una optimista y llena de alegría y otra traumatizada y repleta de claroscuros.

En este contexto de aguas turbias que confluyen, Abraham Polonsky dirige este western extraño y obsesivo, absolutamente original y contracorriente y de gran subtexto político que es “El Valle del Fugitivo”. Una película REBELDE con mayúsculas. Abraham Polonsly fue, para los neófitos, uno de los grandes directores defenestrados durante la infame caza de brujas a finales de los cuarenta y principios de los 50. Es decir, esta película es su vuelta a la dirección después de un periodo de ostracismo de casi veinticinco años. Novelista antes que guionista  y con solo cuatro películas en su haber, es un tipo con una carrera desgraciada y llena de desengaños, un izquierdista a ultranza que dirigió el clásico de cine negro en su momento “Force of Evil”, la cual giraba ya en torno a su idea principal: la del capitalismo como fuente y motor desencadenante del mal.

Realizada como cuenta pendiente y velado alegato anti-mccarthysta, “El Valle del Fugitivo”, cuenta la persecución por parte del sheriff de un indio renegado que ha escapado de la reserva llevándose consigo a una joven india que estaba bajo la tutela de la representante de la oficina de asuntos indios del gobierno federal. Transcurre en el año 1909, un año ya tardío, en el que la civilización ha llegado prácticamente en su totalidad al Viejo Oeste domesticándolo y los pocos supervivientes indios están encerrados en sus reservas y en el que, sobre todo, el mestizaje racial y cultural está en su primera fase.


Se trata de una película que ejemplifica a la perfección esa metamorfosis que se produce a mediados de los 60 en el género, por la cual el western cambia de piel y se oculta como un camaleón dentro de otros géneros, cambiando de piel y dando lugar a híbridos singulares que van más allá de las constantes clásicas del género, abriéndose a temas y estilos antes jamás tratados en el western. En este caso un western que bien podría ser cine negro, policíaco, cine político, de denuncia social; una extraña mezcla de rasgos de estilo y temas que lo llevan a una dimensión mucho más social y política, definitivamente crítica y revisionista con la historia de América y los valores dominantes en ella.

Como decía, la estructura de la película se centra en la persecución-huida de dos parejas: la doctora y el sheriff por un lado, y Willie Boy y la chica india por otro. Una especie de viaje, itinerario, desesperado, febril y romántico a pesar del poderoso nihilismo que desprende la historia que es viaje de autoconocimiento de consecuencias trágicas. En este caso, toma de conciencia progresiva, radical y destructiva de la inevitable separación racial más allá del mestizaje inicial que rige en la película las aparentes buenas relaciones entre indios y blancos. Dicho de otra manera, cuando las máscaras del aparente civilizado progreso caen, aparecen las barreras infranqueables del mestizaje racial y cultural, retratado en esta película (y esto es lo mejor) como un cándido, inocente y estúpido buenismo progresista instaurado después de la masacre por parte del vencedor hombre blanco. De hecho, la toma de conciencia de su propia identidad como indio, así como la de su pareja, inolvidable Julieta en sus últimas escenas, está más cerca de las Panteras Negras y el Black Power del momento que de cualquier otra cosa. De la misma manera los perseguidores (el sheriff y la doctora) van dándose cuenta de su naturaleza violenta y colonizadora de cazadores que subyace debajo (y a su pesar, y esto es lo trágico) de sus aparentes buenas intenciones y su paternalismo hacia los indios. Un paternalismo despreciado desde el comienzo por el indio Willie Boy (por cierto, Robert Blake realmente impresionante dando el mismo e intenso recital interpretativo que ya nos ofreció en “A Sangre Fría”).



A nivel de estilo es un western con escasos momentos de violencia, contado con un tempo muy particular, contemplativo, casi ritual. Con una música extrañísima de Dave Grusin que casi parece de cine negro, con toques electrónicos y reminiscencias indias. Una película llena de momentos nocturnos repleta también de detalles modernizantes: el automóvil que se cruza en el camino del protagonista en la primera escena, o la corbata que lleva Blake al comienzo (detalle de inmersión y mestizaje cultural que nos revela como Willie Boy es un indio de tercera generación cuya batalla no es ni fue Little Big Horn, sino la misma que la de los outsiders solitarios y desesperados de “Los Valientes Andan Solos” o “Vidas Rebeldes”. Unos indios que no están ya lejos de los que serían mandados a morir en la 2a Guerra Mundial (vease Flags of Our Fathers) o envenenados por el alcohol y el desarraigo hasta su definitiva desaparición. Un western también muy en la línea de los sesenta, con un cuidado por el detalle antropológico, por las formas de vida dentro de la reserva, los rostros envejecidos y agrietados de sus habitantes indios, los restos de una cultura derrotada y exterminada, con una gran atracción por la mirada documental dirigida a los perdedores y los desarraigados, los marginados, los cautivos físicos o mentales de un país que ha conseguido finalmente parcelar la tierra y con ella el espíritu original, que en su afán de ampliar la frontera no ha acabado más que por crear una vasta cárcel para el hombre. Otra constante del western crepuscular aquí presente: el retrato de la Naturaleza como una extraña forma silenciosa; en este caso, en alianza sutil con el indio, que ya no es mostrada con el trasfondo de la épica, sino como una presencia inquietante de múltiples caras, un marco impasible de los trágicos avatares del hombre, un rostro milenario e impertérrito del destino del hombre a lo largo de la historia, de forma parecida por cierto a “La Noche de los Gigantes”, otro western de un año antes que se nos ha quedado en el tintero, con Gregory Peck y que tampoco tiene desperdicio.


Contextualizada en los acontecimientos que antes mencionábamos del año 69, especialmente las atroces noticias que llegaban desde Vietnam, “El Valle del Fugitivo”define magistralmente la conciencia crítica y el sentimiento de culpa de la sociedad americana del momento. La pareja de amantes furtivos, nacidos dentro de una reserva, de un espacio ya acotado, recuerda a las parejas hippies del momento que intentan escapar de la sociedad y volver a los orígenes ancestrales. Su huida, y su insumisión es un rechazo lúcido y consciente al presente, una toma de conciencia de su origen indio, especialmente en ella a la hora de continuar con Willie Boy o volver al amparo de la comunidad tutelada. (La película tiene realmente un guión espléndido, Polonsky era sobre todo un magnifico guionista, un hombre de teatro). ATENCION SPOILER. Su sacrificio final (aunque no llegamos a saber si se suicida o la mata Willie Boy) tiene la fuerza trágica y lírica de la Julieta de Shakespeare en el Oeste con todo el carácter simbólico y rebelde de los grandes suicidios como actos supremos de rebeldía e insurrección pacífica.

Es, en definitiva, una muy lúcida y nada indulgente reflexión sobre el mestizaje y los falsos valores progresistas del momento. De hecho, “El Valle del Fugitivo” es la única película que plantea el mestizaje como la última de las formas de colonialismo, como contaminación genética y cultural de las auténticas raíces de todo un pueblo. Es una película radicalmente pro-india con una fuerza poética y una convicción que ningún western había mostrado hasta el momento (a su lado “Cheyenne Autumn” es un cuento para niños). Es un western con algo muy característico del western revisionista, no tan interesado en la acción, en la propia caza en si de la pareja de fugitivos, sino en el desarrollo psicológico de unos y otros durante su proceso. Al igual que en “El Tiroteo”, la persecución está contada de forma deshilvanada, va perdiendo poco a poco suspense, y nos vamos introduciendo en el terreno de la incertidumbre y de la mística, en la que lo que más importa es el retrato de personajes.

Por ejemplo, el de la doctora es muy preciso a la hora de juzgar cómo sus motivaciones y sus grandes ideales nacen de su puritanismo y su frigidez, de su incapacidad de amar más que unas ideas de forma terca y soberbia. Convencida de su tarea, es ella la que instiga, aún a sabiendas del amor legítimo entre la pareja india, la persecución, considerando que la joven india merece algo mejor. Sociedad y represión de la mano de este desagradable personaje que, no obstante, no cae en el cliché ni en el estereotipo facilón en ningún momento.

Por otro lado, desacierto más que probable en la elección de Robert Redford para su personaje, el cual que parece esta vez muy limitado a la hora de dotar a su personaje de la profundidad y la trascendencia psicológica que parece tener sobre el papel o a la que parece apuntar la historia. Otro actor mas duro, o mas capacitado para ese rol habría hecho funcionar la historia mucho mejor. Sobre todo, en el retrato de sus relaciones con la doctora, Redford es un actor demasiado simpático para el papel. Posee ese encanto tan sintonizado con la Naturaleza, y que tan bien explotó Pollack en Jeremiah Johnson pero que aquí no consigue transmitir las contradicciones de un personaje joven pero realmente complejo, alter ego real, o imagen de la otra cara de la moneda que es Willie Boy. Un personaje de nuevo envuelto en la duda y nada convencido de la naturaleza de su misión, cuyo padre fue un asesino de indios
idolatrado por sus compañeros de cacería (antiguos cortadores de cabelleras), recordado como verdadero héroe de los viejos tiempos. “Tu padre murió cuando aún daba gusto vivir”, le dice un antiguo compañero de las correrías asesinas de su padre cortando cabelleras indias. Salvaje testimonio de esa mentira tantas veces contada a través del western, forma de ocultar la culpa y echar polvo sobre polvo, o  forma de hacer pervivir como heroica historia lo que fue un genocidio organizado con motivos lucrativos.



Polonsky tampoco es que nos ponga de manera maniquea del lado de la pareja fugitiva. La violencia y el machismo del indio es latente, la forma en la que tira y arrastra durante casi toda la película a la joven Ross es llamativa, pero el posicionamiento a su favor es claro, eso sí, sin demagogias ni discursos facilones. Y consigue uno de los personajes indios más carismáticos e insumisos de la historia del cine. Willie Boy (su nombre es una mezcla de influencias) no es ya casi un indio. Como la de sus congéneres, su historia ya se ha diluido, se ha impreso la leyenda, las nuevas generaciones indias como las de Willie Boy (y esto es lo que le pasa a la chica) han olvidado el pasado, se las ha sumergido ya en una cultura basada en una mentira, han sido “institucionalizados”, han perdido el contacto con el pasado. Son víctimas de la misma leyenda forjada por los vencedores para ocultar el crimen y el robo, la usurpación de una tierra y una identidad. Su sangre india está a punto de desaparecer. El título original nos dice mucho del espíritu del personaje: Tell them Willie Boy is Here. Como alguien que quiere dejar constancia de su presencia en el mundo, de dejar un mensaje a las generaciones posteriores, como una negación a desaparecer del universo ante el empuje de la nueva sociedad. La misma fuerza existencialista que mueve a los hombres de Pike en “Grupo Salvaje”, por cierto. Por supuesto también una reafirmación de la lucha, de la insumisión, un velado llamamiento a la resistencia por parte de las minorías del país. Conciencia agrietada por el paso de los años y las mentiras de la civilización, por un mundo despersonalizado y mecanizado.


¿Una escena?. Pues abundan los momentos de gran fuerza visual y poética, como el del descubrimiento del cuerpo de la chica india que es precioso, o los travellings de Willie Boy corriendo por el desierto en el tramo final de la peli, la última escena de los amantes en el cruce del río durante la noche; pero seguramente la mejor sea el final, que no es tanto un duelo o un enfrentamiento clásico final, sino el encuentro de dos personajes espejo en el marco majestuoso de una panorámica del ocaso, con el característico anti-climax distanciador del western revisionista con la escena de la pira en la que queman el cuerpo de Willie Boy, y la frase de Redford mientras queman el espíritu de la vieja América, final silencioso especie de canto fúnebre.





jueves, 5 de enero de 2017

YOU BROUGHT TWO TOO MANY: ONCE UPON A A TIME IN THE WEST (1968)



La entrada de hoy la dedicamos, nada más y nada menos, que “Hasta que Llegó Su Hora”, de Sergio Leone, uno de esos directores que, para bien o para mal, no ha dejado nunca indiferente al público y a la crítica, director excesivo y grandilocuente y autor de la famosísima trilogía del dólar (“Por un Puñado de Dólares”, “La Muerte Tenía un Precio” y “El Bueno, el Feo y el Malo”) que tantos fervientes admiradores y combativos detractores ha ido generando con el paso del tiempo. Trilogía cuya culminación estética y temática es este impresionante western de resonancias míticas cuyo título original sería “Erase una vez en el Oeste”, por cierto mucho mejor y más revelador que este “Hasta que llegó su Hora” por el que la conocemos en España.

Con “Hasta que Llegó Su Hora” llegamos en este particularísimo recorrido nuestro por el western crepuscular o el western de los años 60 y 70 a la emblemática fecha de 1968.

¿Qué se puede decir del famoso año 68 que no se haya dicho ya? Demasiada tela que cortar para este humilde blog... Tan solo recordar que es la fecha clave de los movimientos estudiantiles y anti totalitarios en todo el planeta. El año de las revueltas del Mayo Francés, de la primavera de Praga, del asesinato de Robert Kennedy y el de Luther King en Estados Unidos con la oleada de disturbios raciales que sacudieron el país a continuación y, sobre todo, de la matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas de Ciudad de México poco antes de la celebración de los Juegos Olímpicos en la que la imagen de los dos corredores afroamericanos del equipo USA, Tobbie Smith y John Carlos, levantando el puño en el podio en nombre del Black Power y los derechos civiles dio la vuelta al mundo, trayéndoles nefastas consecuencias personales y profesionales por cierto… Uno de los gestos políticos más poderosos vistos jamás en el mundo del deporte.

Sin embargo, es un año en el que nosotros nos vemos obligados a embarcarnos en un viaje transoceánico hasta un pequeño pueblo del desierto de Almería llamado Tabernas donde el señor Leone se halla afanado en sacar adelante su western definitivo, esa epopeya sobre el Oeste y la llegada de la civilización de influencia operística, sublime y desmedida a partes iguales, que es “Hasta que llegó su Hora”
Se trata de un western crepuscular muy sui generis, y lo es por la historia que cuenta a lo largo de sus casi tres horas de duración; básicamente una historia de venganza que discurre paralela a la llegada del progreso y el orden a ese universo salvaje y primitivo del Oeste americano. Un tema característico del western revisionista de la década, cierto. Sin embargo, es una película muy diferente de las que hemos hablado con anterioridad de los directores americanos del Nuevo Hollywood. Culminación de un estilo que se llamó “Spaguetti Western” y que se fue gestando en las películas que antes hemos mencionado de la “Trilogía del Dólar”. ¿Y qué es el Spaguetti western? Para empezar, películas del oeste hechas fuera de América, italianas casi en su totalidad, caracterizadas por una estilización máxima de la violencia (¿he oído Tarantino?), un realismo sucio y picaresco, unos personajes arquetípicos con una personalidad súper-esquemática (léase, “el bueno”, “el feo” y “el malo”), un uso grandilocuente y melodramático de la música (la cual suele, como es el caso, servir para presentar a los personajes) y, en definitiva, todo tipo de subrayados efectistas en cuanto a acción y personajes y, especialmente, como decimos en el tratamiento de la violencia. Manierismo en estado puro en la mejor tradición artística italiana. En resumen, un lenguaje particularísimo, especie de cóctel donde confluyen la influencia lírica y trágica de la gran ópera italiana, el cine japonés de samuráis (del que tan fan era Leone y caracterizado por dilatar el tiempo escénico al máximo) y los comics del oeste de serie B europeos (esos abruptos cambios desde el gran angular al primerísimo plano) que proliferaron en los 50 en España e Italia y que, a buen seguro, fueron dibujando en la cabeza del adolescente Leone como en la de muchos chavales de su generación esa visión mitómana sobre el mundo del Oeste americano que es, básicamente, la que está detrás de todos los spaguetti westerns (malísimos la mayoría de ellos, todo hay que decirlo) y, sin duda, del mejor de ellos: “Hasta que Llegó su Hora”.


Curioso pues, porque no es una película desmitificadora como lo son las americanas, sino todo lo contrario. Y sin embargo es clave a la hora de entender la evolución del western moderno. Es una película ultra ambiciosa ya dentro de la filmografía de Leone (cuya obra maestra absoluta según mi modesta opinión no llegaría hasta el año 84 con esa otra historia de América, ambientada no en el Oeste sino en el Nueva York de las metralletas y los garitos clandestinos de los años 20 llamada “Erase una vez en América”). Leone era una persona fuertemente politizada, muy de izquierdas. Algo de esa visión crítica puede percibirse en la historia aunque no de una forma dominante. Aunque el tema es el nacimiento de América, y como decimos que Leone fuera una persona de grandes convicciones políticas, no reivindica nada, su aproximación es absolutamente emocional, se nota mucho que no está hecha por un americano sino por alguien con una visión mitificada de aquel universo. Ambiciosa como decíamos, hay que tener en cuenta que el éxito de la “Trilogía del Dólar” es apabullante y que eso le permite a Leone ponerse con tiempo y cuidado a rodar esta gran historia épica repleta de personajes no por esquemáticos o, llamémosles mejor, simbólicos, menos memorables.
Creo que es obligado empezar hablando por Henry Fonda, el bueno de Henry Fonda, el eterno baluarte de los valores americanos, el joven Lincoln, que lo primero que hace nada más aparecer en la película es cargarse a un niño… Punto desmitificador ese sí, la verdad. El resultado es, sencillamente, uno de los villanos más inolvidables de la historia del cine. Encarnación del mal absoluto, del diablo o si nos ponemos un poquito más en la onda crepuscular, del ese Oeste repleto de pistoleros a sueldo a puntito de desaparecer. El malo, vamos.
¿Quién sería el bueno pues? Un actorazo llamado Jason Robards, interpretando aquí una especie de anticipo de su famoso Cable Hogue que interpretaría unos años más tarde para Peckinpah. Un noble buhonero (otro personaje mítico y ancestral del universo del western) entregado a la idea de levantar un sueño, un oasis en el desierto, más concretamente, una estación de paso para la llegada del ferrocarril, enamorado y constructor de un futuro que no alcanzará a tocar con sus propias manos y que morirá arrastrándose literalmente por la tierra sin poder vislumbrar la llegada de ese progreso en forma de locomotora que ha ayudado a construir.
¿Quién es el futuro entonces? Nada más y menos que la impresionante y escultural Claudia Cardinale, encarnación de la vida y el progreso, prostituta reconvertida en madre de todos los sedientos en ese fabuloso final de la película.
Sin embargo, nos queda uno. ¿Quién demonios es entonces el personaje de Charles Bronson? Esa especie de lobo solitario encomendado a cumplir su venganza. ¿Es un personaje real? No le interesa el progreso, ni el ferrocarril, ni siquiera Claudia Cardinale (¿estás tonto, Charles?). Individualista acérrimo, es en realidad de nuevo, el personaje del Hombre sin Nombre al que dio fama Clint Eastwood en la Trilogía del Dólar. Súper-ambiguo. Misterio andante, mitad ángel benefactor, mitad ángel exterminador. Igual que aparece entre una nube de polvo desaparece a través de ella. Figura casi mitológica, ¿encarnación tal vez del propio espíritu salvaje del Oeste que siempre seguirá apareciendo? Bueno, dejémoslo en que es Charles Bronson, un tío tan extraño como su propio personaje al parecer según los recuerdos de rodaje de la película, con eso debería estar todo dicho…



Hay mucho donde elegir entre aquello con lo que me quedaría de la película. Yo creo que lo mejor es la música sin duda. Hay momentos en que la sincronía entre imagen y música es magistral, como la llegada del personaje de la Cardinale al pueblo que escuchábamos hace un segundo. Ennio Morricone es, sin duda, lo que Bernard Herrman a Hitchcock, o John Williams a Spielberg. No se concibe el uno sin el otro. Curioso además, todo sea dicho de paso, creo que lo peor es el guión. De hecho, es que no creo que le interesara demasiado a Leone los diálogos ni la acción verbal. La película es música e imagen. Como la ópera exactamente. La ópera tiene libretos endebles. Y luego está lleno de silencios (a fin de cuentas el silencio es una nota musical). Influencia absoluta del cine japonés como decíamos antes. Más aún, al parecer, la propia música sonaba cuando se grababan las escenas. Es de imaginar la cara de los técnicos cuando sucedía esto…
¿Una escena? Difícil, especialmente, porque en concreto en “Hasta que llegó su Hora” se nota cómo Leone concibe precisamente cada escena como una historia en sí misma, con un principio y un final, como ejercicios de estilo casi autónomos e independientes. A mí, en este sentido, la que más me gusta es el la del prólogo. El duelo en la estación de tren (con los grandes Woody Strode y Jack Elam por cierto). Un ejercicio de dilatación del tiempo increíble y, a la vez, una condensación absoluta de ese lenguaje tan particular que Leone aplicó al Western. Creo que son casi diez minutos sin una palabra hasta que Bronson dice aquello de “You brought two too many…”.



Bueno, sin embargo, la escena del duelo final es, como no podía ser de otra manera, épica. Con ese “Who are you?” que le pregunta Fonda a Charles Bronson tres veces antes de morir, y que está montado de forma fabulosa en paralelo no solo con el flashback en el que vemos la muerte del padre/hermano de Bronson cuando era un niño sino (ole tus huevos, Sergio!) con el desenlace de la historia de amor y la llegada del ferrocarril. Un final a la altura técnicamente del mejor final de los padrinos de Coppola…
En fin, podríamos seguir hablando horas de “Hasta que Llegó su Hora” pero no tenemos tiempo. Ya sabéis: los que ya la habéis visto tres veces, intentad llegar a diez, a ser posible en dolby surround y una pantalla bien grande, y los que no la habéis visto, en fin... 

A.R.



miércoles, 4 de enero de 2017

THE SHOOTING: EL WESTERN EXISTENCIALISTA. (1966)




“El Tiroteo” (The Shooting 1966) la peli que nos ocupa hoy, es de las menos conocidas del género y de las que tuvieron una difusión más limitada en el momento de su estreno. Y, sin embargo, de las más originales. Como un auténtico viaje de ácido podíamos calificar esta película dirigida por Monte Hellman en el año 66, rodada con medios ínfimos. Viaje psicodélico, reflexión existencialista, travesía de auto-conocimiento. Algo así.

Para entender la película, algo nada fácil por cierto, no está de más saber de dónde nace la idea y el equipo artístico, especialmente, su director, Monte Hellman. Nace de la cuadrilla, porque ese es el término que mejor definiría a ese grupo de artistas rebeldes procedentes de la serie B más salvaje, de un señor llamado Roger Corman, auténtico gurú del cine independiente de los sesenta, cuya productora American International, era capaz de dejarnos joyitas inolvidables como “The Intruder” o la serie de películas dedicada a la adaptación de los relatos de Edgar Allan Poe (sí esa que marcó para muchos de nosotros los terrores de la infancia) o aberraciones, subproductos llenos de moteros, mujeres armadas hasta los dientes o jóvenes teenagers entregados al maléfico consumo de marihuana. Esta especie de comuna creativa liderada por Corman es el embrión de muchos de los principales actores y directores del Nuevo Hollywood que, como digo, está a punto de irrumpir con fuerza en el panorama cinematográfico. Monte Hellman es uno de ellos, como lo es Jack Nicholson que interpreta en “El Tiroteo” uno de los pistoleros más enigmáticos, fríos y letales de la historia, especie de encarnación del mal o del diablo, pues como digo, toda la película es algo así como una alegoría, parábola simbólica o como queramos llamarlo.


La historia, hermética a más no poder, va de una mujer que convence a dos cowboy, Warren Oates (sí, el gran Warren Oates del cine de Peckinpah ya está por aquí dejándose ver con su gesto crispado y torturado) y Will Hutchins (que es joven e impulsivo socio) para que la ayuden a llevar a cabo una venganza contra alguien pero no sabemos nunca quién es este alguien. Tampoco sabemos cuál es la razón por la que quiere vengarse. A ellos se les une en la persecución el susodicho Jack Nicholson, que está impecable en su interpretación e impecable también en su atuendo todo hay que decirlo, mucho mejor vestido de lo que siempre nos ha tenido habituados.. Pistolero silencioso por antonomasia, que al parecer conoce a la chica, pero no se sabe de qué.






Realmente, la historia avanza sin que se sepan los detalles acerca de las motivaciones que mueven a los personajes. Los dos cowboys se ven obligados a llevar a cabo una misión que no saben de qué va. Entre la chica y el pistolero hay una especie de alianza amenazadora y silenciosa. No sabemos en qué año transcurre la acción. Ni dónde. Sabemos que está rodada en el impresionante Death Valley de California, pero el territorio por el que avanzan los jinetes es un universo sin coordenadas espacio temporales, una especie de planeta donde no se cruzan con nadie, desértico no solo por el paisaje sino por la sensación de paraje apocalíptico, alegórico despoblado de seres humanos, como si el extraño grupo de parcos personajes que protagonizan la película fueran los últimos habitantes del planeta.

El conflicto de la acción nace del deseo del personaje de Oates de escapar de la misión, de entender de qué va todo esto, de u frustrado deseo de saber qué y a quién se está persiguiendo. ¿Metáfora tal vez del desconocimiento y la incertidumbre del hombre en el universo? ¿Alegoría de la eterna búsqueda de respuestas que nunca llegan por parte del ser humano en un universo hostil y sin sentido? Tal vez, dejemos eso a la interpretación de cada uno. Porque si realmente hay un western abierto a la interpretación es este.



Nosotros como espectadores asistimos también atónitos a esa incertidumbre. No sabemos nunca nada, estamos tan perdidos como los dos cowboys por esa tierra inhóspita. Justo al final, cuando parece que va a resolverse el enigma de este brevísimo western, apenas dura 70 minutos, nos encontramos igual que el personaje de Warren Oates con esa impactante imagen que, en lugar, de resolvernos las dudas nos introduce en un abismo de incertidumbre aún mayor. ¿Quién es entonces el tipo al que perseguían? ¿Por qué tiene la misma cara que Warren Oates? ¿Es su hermano gemelo? ¿Es él mismo transfigurado por la intervención de algún tipo de elemento sobrenatural, mitológico o como queramos llamarlo? ¿Es su propia imagen reflejada diciéndonos que todo ha sido una aventura irreal, de auto conocimiento? ¿Acaso es que está ya muerto desde el principio de la historia un poco al modo de, salvando las distancias, Bruce Willis en El Sexto Sentido? Surrealista, filosófica, intensa, impresionista. ¿Quién es la mujer? ¿Quién es Billy el pistolero? ¿Por qué recorren el desierto en busca de algo o alguien sin nombre? No sabemos. Imposible saberlo.


 

Lo que está claro es que “El Tiroteo” es el western existencialista por antonomasia. La atmósfera del relato en universo paralelo que parece ser la tierra que recorren tiene algo de esa tierra mítica no real que siempre ha sido el western al fin y al cabo.

“El tiroteo” es una película importantísima en la historia del género. Es la primera que se atreve a llevar el género a un lugar tan filosófico y alegórico. Algo que será mucho más habitual en los western que están aún por llegar. El héroe del western ya no es un infalible y bondadoso cowboy al servicio de la justicia. Ya no es un cliché, es un hombre torpe y débil, envuelto en la duda más absoluta. Ese es el héroe moderno, el tipo que explora sin saberlo los límites de sí mismo y del universo que le rodea sin hallar respuesta a ninguna de sus inquietudes, el héroe que se va desvencijando lentamente, envejeciendo, corrompiendo, consumiéndose poco a poco hasta morir y pasar a formar parte de esa tierra, mítica como decimos, por la que ha estado vagando durante siglos. Como Pike y sus hombres, como Cable Hogue, como Pat Garrett, como Robards y Fonda en Hasta que Llegó su Hora, como Jeremiah Johnson, como el Pequeño Gran Hombre, como Warren Beatty en Los Vividores; todos ellos sepultados por la naturaleza y el paso del tiempo.

Llegados al año 66, con Vietnam ya en llamas y los fuegos del 68 que se van calentando en Méjico, París, Praga y San Francisco, las grandes epopeyas de intachables cowboys ya no interesan, ya no reflejan el mundo en que vivimos. Los chicos de Corman, igual que en un par de años los moteros de Easy Rider son los que marcan la pauta.

Auténtica película de culto, “El Tiroteo” es también un film valiente, una especie de sombra que se extiende por el universo del western. Está llena de momentos de tensión, magníficamente fotografiada a pesar de estar hecha con dos duros y, sobre todo, tiene como he comentado antes, uno de ESOS finales. Verla es más una experiencia personal que cualquier otra cosa. Está claro que no es una película al uso y que no será del agrado de muchos, pero es diferente al resto, original hasta la médula y solo por eso ya tiene un valor impresionante en un género tan atado a la ortodoxia y los cánones clásicos como el western.

No es aún tan psicotrópica como “El Topo” pero sí que nos va sumergiendo en esa atmósfera transgresora, crítica y un tanto alucinada del cine de finales de los sesenta y principios de los 70. Cuando uno la ve, siente la presencia de Mescalito, esa criatura invisible que aparecía con el peyote de la que nos hablaba Las Enseñanzas de Don Juan.
Sí, la verdad es que con “El tiroteo” la cosa comienza a ponerse extraña en el western... Está claro que Corman pagaba poco a sus chicos, pero a buen seguro que buena marihuana no les faltaba de ninguna otra cosa...

A. Rus



domingo, 16 de octubre de 2016

WE´VE BEEN HAD, AMIGO. LOS PROFESIONALES (1966)










1966, menudo año. La escalada de violencia crece en Vietnam, y tras un primer año de batallas fácilmente ganadas, los americanos empiezan a verle las orejas al lobo Charlie. Lyndon Johnson manda a cientos de miles de soldados a acabar con aquello rápidamente. Dentro de sus fronteras los yankees tampoco andan tranquilos, James Meredith, activista pro derechos civiles es tiroteado en el estado de Mississippi. No para aquí el terror, Richard Speck comete en chicago uno de los crímenes más impactantes de la crónica negra americana. Peor aún, Ronald Reagan es elegido gobernador en California. Mientras, otros mitos caen; en UK es detenido Ronald Edwards, autor del mítico gran robo del tren.  En nuestras tierras, Fraga Iribarne promueve la Ley De Prensa e Imprenta, que supuestamente acaba con la censura, jajaja. Unos meses antes lucía tipito en Palomares, tras caer varios misiles nucleares en sus aguas.


Por su parte, John Lennon proclamaba que los Beatles eran más grandes que Jesucristo, causando la furibunda reacción de miles de estúpidos fans, que no debían haber oído Revolver, publicado ese mismo año y (en opinión de muchos) mejor que el sermón de la montaña. Dylan revoluciona el gallinero con Blonde on Blonde, alejándose ya de folk. Los Beach Boys epatan con Pet Sounds y la psicodelia empieza a campar a sus anchas en discos como el debut de los 13th Floor elevators. A su vez, el western se afianza en su vertiente spagguetti (The Good The Bad and The Ugly), aunque 1966 también nos deja joyas del calibre de El Dorado de Howard Hawks. Y también la que hoy nos ocupa. Los profesionales.

Si quieres un trabajo bien hecho, contrata a un profesional, o eso dicen. Estaremos de acuerdo en que en esto del western crepuscular o cómo queramos llamarlo la medalla de oro se la lleva Grupo Salvaje, tanto en factura como en significación; muy grande ha de ser la magnum opus de Peckinpah para eclipsar y casi dejar en el olvido a su predecesora en tantos aspectos: Los Profesionales (The Professionals 1966), una de las mejores cintas de aventuras de la historia, así, sin más, y uno de los westerns más adictivos de los años sesenta.
No deja de ser curioso que la historia venga presentada por Richard Brooks, un tipo ferozmente independiente pero que no tenía apenas experiencia en el western, previamente había rodado tan solo La Última Cacería (The Last Hunt 1956), precursor a su vez de los westerns acusadores del genocidio indio y de las matanzas de bisontes. Recién terminada Lord Jim en 1965 tras un durísimo rodaje, Brooks se embarcó en esta aventura de ideales marchitos y amistades traicionadas. La trama es como sigue: se nos presentan cuatro tipos, cuatro mercenarios profesionales, contratados por un taxativo magnate tejano (JW Grant) papel que borda Ralph Bellamy, para rescatar a su esposa, que ha sido aparentemente secuestrada por un bandido mejicano, antiguo revolucionario (Jesús Raza, interpretado magistralmente por Jack Palance). Los cuatro profesionales son Lee Marvin (Rico Fardan), el militar experto en armas y estrategia; Burt Lancaster (Bill Dolworth), un mujeriego especialista en explosivos; Robert Ryan (Hans Ehrengard) entendido en caballos y Woody Strode (Jacob Sharp) rastreador y un tipo fino con el arco y el cuchillo. La misión es en principio simple, encontrar a la mujer (una explosiva Claudia Cardinale) y traerla de vuelta a casa. Se infiltran en tierras mejicanas y siguen el rastro de los bandidos hasta su guarida, donde descubren que el secuestro no es tal, sino que la mujer es la amante de Raza. A pesar de todo la re-secuestran y huyen de vuelta hacia Tejas, perseguidos por Raza y sus hombres, culminando la película con un intenso tiroteo y un imprevisible (o quizá no) clímax.


El rodaje tuvo lugar en Death Valley, mientras que los actores se alojaban en Las Vegas; esto dio lugar a que Lee Marvin diese rienda suelta a su creciente alcoholismo, lo que causó más de una tensión durante las jornadas de trabajo. Lancaster, estajanovista y profesional hasta el tuétano, observó asqueado como Marvin arruinaba varias escenas debido a su estado. Richard Brooks llegó a comentar que su mayor temor durante el rodaje fue que “Lancaster agarrase a Marvin de su borracho culo y lo tirase montaña abajo”. Afortunadamente este mal ambiente no se ve reflejado en la pantalla, más bien al contrario; la química entre ambas estrellas es total, especialmente en las escenas en las que discuten acerca de la revolución. Descubrimos que Fardan y Dolworth participaron junto a Raza en la Revolución Mexicana y que ambos quedaron tocados por la experiencia. Especialmente memorable es el momento de ensoñación de Dolworth en el que dice aquello de “Me inspiró un día de mayo de 1911 en El Paso. De repente, se oyeron gritos y disparos al otro lado del Rio Grande. Todo el mundo corrió para ver qué pasaba, yo también. Desde lo alto de los carros podíamos ver la otra orilla. Los maderistas estaban tomando Juarez, la revolución estaba en pleno apogeo. Era maravilloso... sin darme cuenta crucé la frontera y me puse a disparar como todos gritando viva Méjico. Un mes más tarde, volaba trenes a las órdenes de Villa.”

La elección de los actores no puede ser más acertada; además del buen hacer de Marvin (a pesar de las resacas) y de un diabólicamente ambiguo Lancaster tenemos a Jack Palance, poderoso y ajado a partes iguales, Cardinale derrochando sex appeal y Woody Strode como de costumbre, una impasible escultura de ébano. El único pero lo encontramos en Robert Ryan, con un personaje poco articulado, desagradable y, francamente, inútil. Uno se pregunta si el objetivo de su presencia será poner en relieve lo complicado y hostil del asunto, porque casi siempre resulta exasperante. Contrasta su visión ingenua de la aventura con la lapidaria actitud de sus compañeros, su ingenua defensa de los caballos y su fe en la bonhomía;  significativa es la escena cuando Dolworth le dice “La dinamita, y no la fe, es lo que mueve las montañas”.
Uno de los puntos fuertes de la película es la fotografía de uno de los más grandes, Conrad Hall (que ganaría una estatuilla al año siguiente trabajando también con Brooks en A Sangre Fría). Rueda a lo grande las escenas de acción, explosivas (a todos los niveles) y además logra que el desierto cobre mayúscula importancia en las escenas del viaje, mostrándolo en toda su dureza y su hostil esplendor. Añádase a esto la música de Maurice Jarre, con ese trotón y conmovedor tema principal, incorporando motivos folklóricos mejicanos a una banda sonora auténticamente magistral. Combinando música y fotografía con ese reparto y la robusta dirección de Richard Brooks tenemos mucho ganado.

La Revolución is not a goddess but a whore

Llegado a este punto alguno se puede plantear por qué incluimos a Los profesionales en la corriente de westerns modernos o crepusculares. Como decíamos al principio, es el precursor natural de The Wild Bunch, y adelanta muchas de sus líneas maestras, si bien hay que reconocer que ha sido, en justicia, eclipsada por su malhumorado hijo. Para empezar, adelanta la idea de los héroes cansados; dinosaurios en vías de extinción, guerreros que luchan porque ya no saben hacer otra cosa, y son conscientes de que los nuevos tiempos les excluyen. En la maravillosa escena de la emboscada de Lancaster a sus perseguidores tiene lugar esta brillante conversación con su antiguo camarada revolucionario:
Bill Dolworth: Nada es para siempre. Excepto la muerte. Pregúntale a Fierro, a Francisco, a todos aquellos del cementerio de los hombres sin nombre.
Jesús Raza: Todos ellos murieron por un ideal.
Dolworth: ¿La revolución?... cuando el tiroteo termina, los muertos se entierran, y los políticos entran en acción. Y el resultado es siempre igual, una causa perdida.
Raza: Así que tú quieres la perfección o nada. Ohhh, eres demasiado romántico amigo. La revolución es como la más bella historia de amor. Al principio, ella es una diosa, una causa pura. Pero todos los amores tienen un terrible enemigo.
Dolworth: El tiempo.
Raza: Tú la ves tal como es. La revolución no es una diosa sino una mujerzuela, nunca ha sido pura, ni virtuosa, ni perfecta. Así que huimos y encontramos otro amor, otra causa, pero sólo son asuntos mezquinos, lujuria pero no amor, pasión pero sin compasión, y sin un amor, sin una causa, no somos nada. Nos quedamos porque tenemos fe, nos marchamos porque nos desengañamos. Volvemos porque nos sentimos perdidos. Morimos porque es inevitable...

Además tenemos que añadir el elemento geográfico: Méjico. Aquí tiene una importancia capital, representa el pasado y el presente de los protagonistas; para Fardan supone un doloroso recuerdo, su familia (mejicana) fue asesinada allí por los militares, suponemos que este recuerdo es el que le hace cambiar de opinión acerca del acuerdo con Grant. Para Dolworth es una aventura pasajera, pero no puede evitar el aguijonazo en forma de recuerdo cuando se enfrenta a Raza. Los dos son unos románticos encallecidos y esto pesa definitivamente en su decisión final.

Siempre decimos que una buena película debe ser fiel a su tiempo y aquí también encontramos un reflejo de los convulsos años sesenta; el idealismo venciendo al capitalismo encarnado en la figura del férreo W Grant; el dinero finalmente no es suficiente para comprar las gastadas almas de los héroes profesionales.
Rescatemos una escena favorita: podríamos elegir alguna escena de acción, que como hemos dicho son espectaculares, o algunas de las reflexivas conversaciones acerca de la naturaleza humana y la revolución, pero de todas ellas destacamos el (imprevisible e improbable) final con la conversación entre un henchido e iracundo Ralph Bellamy y Lee Marvin, que terminado su trabajo se niega a rematarlo (a disparar a Raza, vaya), a lo que Bellamy espeta “Es usted un bastardo”. Lee Marvin, más Lee Marvin que nunca, le replica “Sí señor. Pero, en mi caso, es un accidente de nacimiento. En cambio usted... usted se ha hecho a sí mismo

 Sir, you're a self made man

J.S

YOU WERE MATCHING WHORES... IN TANDEM!: LAS RISAS NIHILISTAS.






Con la entrada en esta nueva etapa, el humor cobra protagonismo (prácticamente) por primera vez en la historia del western. Se trata de un humor amargo, corrosivo, de carcajada cansada, la risa del perdedor. Frente a un mundo caótico y violento, a los personajes del cine del Oeste solo les queda la resignación, la furia y el humor. No esperéis chistes amables; en el Nuevo Western, el humor acompaña o precede a la tragedia, la risa y la muerte van de la mano. Dentro de ese entorno lírico, más intimista y menos épico de los nuevos tiempos, las risas son nihilistas. La redención, el fatalismo y la carcajada aparecerán, generalmente, fuera de contexto.

Estos elementos de humor los veremos claramente en películas como, por ejemplo, "El Día de los Tramposos" (Joseph Mankiewicz, 1970), una farsa caústica sobre la condición humana, en la que encontramos ese tono de humor cínico en todo momento, el cual enmascara una visión devastadora del mundo. También está presente en "El Juez de la Horca" (John Huston, 1972): de su director nunca vamos a esperar un espíritu transgresor; sin embargo, en este film, se abandona a un estilo caricaturesco y cachondo, con momentos de auténtica algarabía (la aparición y muerte de Bad Bob es una de las escenas que más carcajadas me ha provocado en toda mi vida vida).

                         

C'mon, Beano!



Además, tendríamos que añadir "Pequeño Gran Hombre" (Arthur Penn, 1970), impregnada toda ella (al menos, en su primera parte) de un humor desmitificador que gira en torno a su personaje protagonista, un tipo incapaz de encontrarse a sí mismo en una sociedad cambiante. En todas ellas, la comedia precede al estallido violento o al drama más desgarrador.

En el Western Crepuscular encontraremos también la risa como imagen de un desarraigo épico, como compañera inseparable de la desesperación vital; especialmente en películas como "Grupo Salvaje" (algo, por otra parte, y curiosamente, muy propio del cine de Huston): Pike y los suyos ríen muchísimo, carcajadas grupales, risotadas, como dijimos, cansadas y, a menudo, no sabemos muy bien el motivo, como en la escena después del atraco fallido: “you were matching whores... in tandem!”; la cara de Warren Oates refleja exactamente lo que quiero decir: se ríe, sí, como todos, pero ¿de qué?

Conviene a su vez señalar a este respecto las grandes diferencias en cómo usan el humor los viejos maestros (Ford en "Liberty Valance", un humor sanote y sin complejos: la mujer de fuerte carácter, el borrachín ingenioso, el sheriff cobarde, etc) y cómo lo hacen los nuevos cachorros (Penn, Mankiewicz, Peckinpah), los cuales nos presentan personajes desubicados que propician situaciones irónicas y cómicas, cuando no directamente grotescas (ejemplo: el final de Cable Hogue…); el progreso les ha convertido en payasos, en trogloditas fuera de contexto.

Generalizando y para finalizar, veremos que existe en este nuevo impulso la necesidad de reescribir la historia con altas dosis de ironía, de revivir el pasado desde el desencanto cínico del presente.

J.S.

miércoles, 12 de octubre de 2016

"SO LONG, PARTNER": RIDE THE HIGH COUNTRY (1962)



Mientras John Ford, ya en el ocaso de su carrera, comenzaba a poner el dedo en la llaga en las conciencias americanas con aquello de "imprimir la leyenda", un aún relativamente joven realizador llamado Sam Peckinpah -recién salido del mundo de la televisión- conseguía que los recelosos productores de MGM le confiaran un proyecto de segunda fila y bajo presupuesto, y ponía rumbo a los otoñales paisajes del Inyo Park, al norte de California, para rodar lo que acabaría por llamarse "Duelo en la Alta Sierra", o lo que hoy conocemos como uno de los westerns más hermosos de la historia...



Es el comienzo de la década de los sesenta; y también el de un nuevo tipo de cine. El sistema de estudios de Hollywood empieza ya a notar con fuerza una transformación tremenda en los gustos y las inquietudes del público del momento, el cual parece despreciar las viejas fórmulas y demanda algo diferente. El cambio está ya en marcha, es irreversible. Y es en este periodo de transición, en esta especie de tierra de nadie (muy parecida a esa por la que deambulan los personajes del western crepuscular), donde aparece esta pequeña película que es como una bisagra entre dos mundos, pasado y futuro, que mira hacia atrás con nostalgia pero que, al mismo tiempo, abre el camino para la llegada de una nueva forma de entender el género del Oeste. Puesta de largo y, a la vez, homenaje a un universo poblado aún de cierta nobleza que los avatares del tiempo no tardarán en borrar de un plumazo.





El contexto de la historia está magníficamente planteado: un pueblo del noroeste americano donde ha llegado una feria ambulante, una especie de carnaval del viejo Oeste; un hombre a caballo que avanza despacio por la calle principal ante la mirada atónita de los habitantes pasando por delante de un automóvil estacionado; un policía de uniforme que le increpa airadamente para que se aparte y salga de la calzada vacía (el jinete parece no entender); en ese momento, un camello que aparece a toda pastilla doblando una esquina perseguido por varios vaqueros también a caballo. Se trata de una carrera; parte del espectáculo. Instantes después, el encuentro con un viejo amigo suyoempleado en la poco noble y gratificante tarea de encargado de una barraca de tiro disfrazado del famoso pistolero Wild Bill Hickock. El progreso está llegando con la misma velocidad que acaban de hacerlo hace unos momentos los concursantes de la competición a lomos de sus bestias. Los viejos cowboys han quedado relegados a meras atracciones de circo, grotescas imágenes de un pasado edulcorado con ánimos de lucro por la nueva sociedad.


El protagonista principal es un ex-sheriff entrado en años (Joel McCrea) que ha recibidola misión de transportar un cargamento de oro desde una explotación minera en las montañas y que contrata, a su vez, a su antiguo camarada (Randolph Scott) y al joven socio que lo acompaña para ayudarle a llevar a cabo la tarea. Lo que el primero ignora es que, en realidad, planean, con o sin su ayuda, hacerse con el botín y largarse. A mitad de camino, se les unirá una joven que, escapando de las garras de su padre, se dirige al campamento en las cumbres para casarse con uno de los mineros. Al llegar a su destino, nada será como habían imaginado. La brutalidad de los hermanos del novio con la chica obligará a los dos viejos amigos a inmiscuirse en el asunto. En el camino de vuelta, el sheriff descubre lo que trama su viejo compañero de armas y lo lleva apresado para entregarlo a las autoridades, hasta que la presencia de los hermanos, que han estado al acecho durante toda la bajada, les obliga a batirse juntos, codo con codo, una última vez.


R.Scott / J.McCrea, dos viejos todoterreno del Hollywood clásico, en la última de sus misiones.



A pesar de que se la puede considerar, sin duda, uno de los primeros westerns crepusculares y de que en ella se encuentran ya planteados los temas principales de Peckinpah (la amistad traicionada y el ocaso de los héroes), "Duelo en la Alta Sierra” es, todavía, un western clásico. Su elegante puesta en escena, así como su nobleza e intachable integridad ética, encarnada en el personaje del sheriff, la sitúan más cerca de la limpieza de sus modelos anteriores que del retorcimiento y el cinismo de los westerns que aún están por llegar. Sobre todo, en lo que se refiere al tratamiento de la violencia: las figuras caen casi sin inmutarse al suelo como piezas de un rompecabezas, sin afectación ni énfasis; a diferencia del resto de la obra de su director en la que la violencia es la expresión abrupta y rebelde de los hombres ante la Naturaleza, aquí se nos muestra exenta de dramatismo, precisamente como parte integrante de ella.

No en vano, como en los mejores westerns (crepusculares o no), la Naturaleza es un personaje más con una función dramática muy poderosa, un actor principal en la historia. Fotografiada por Lucien Ballard de manera maravillosa, representa aquí un espacio de libertad para los protagonistas no contaminado aún por la mano del progreso y la civilización: los ríos, los lagos, las alfombras de hojas secas, los desfiladeros, los remansos del bosque, las cumbres de la montaña son testigos impasibles del lento atardecer de los personajes. La muerte parece aquí, de hecho, un tránsito natural; en este caso, una especie de transferencia de conocimiento a los dos jóvenes acompañantes. En la mejor tradición del relato itinerante, el viaje es la vida y, en "Duelo en la Alta Sierra", el aprendizaje es tan importante para unos como la memoria recobrada para los otros.

No obstante, a pesar de su factura clásica, ya se percibe en ella algo del cambio de signo de los tiempos: un gusto por las contradicciones psicológicas de los personajes, por los momentos íntimos y de reflexión más allá de las escenas de acción en estado puro (de hecho, estas escasean hasta el duelo final). Ya asoma algo, aún de forma sutil y delicada, de la tristeza y la amargura que, solo unos años más tarde, desembocarán en el desesperado nihilismo de “Grupo Salvaje” o “Pat Garret and Billy the Kid”. Portadora, a pesar de su inevitable final, de un luminoso idealismo, "Duelo en la Alta Sierra" sería algo así como la versión más romántica y quijotesca de la misma historia.

De hecho, igual que en “Grupo Salvaje”, el protagonista va siendo, poco a poco, consciente de la dudosa categoría moral de su misión, de la presencia inminente de su muerte y la necesidad de librar una última batalla redentora. Al igual que Ángel para Pike y sus hombres, la muchacha ejercerá un efecto catalizador en los dos protagonistas, cultivándose en ellos un cambio de rumbo mental así como la imagen de una juventud perdida y un idealismo olvidado con el paso de los años, brevemente rescatados antes del final.

Como sucederá más adelante en los mejores westerns revisionistas de la época, el héroe clásico va siendo presa de la duda y la angustia existencial provocada por el envejecimiento. En "Duelo en la Alta Sierra", nos encontramos con unos protagonistas reacios a pasar a la acción; hay en ellos una especie de apatía que les impide llevar a cabo lo que han decidido hasta sus últimas consecuencias: ni el personaje de Scott acaba por decidirse, tal y como le implora su joven e intrépido socio, a dar el golpe definitivo a su amigo, ni este a llevar a cabo el castigo a dicha traición hasta el final. Ambos han dejado de estar seguros de nada. Los héroes están cansados; ya no hay prácticamente nada que les importe lo suficiente. Sólo cuando surge la oportunidad de hacer algo que realmente valga la pena, que sea legado más que provecho, que no tenga remuneración material sino espiritual, volverán a encontrar una razón para volver a la acción. A partir del sheriff de “Duelo en la Alta Sierra”, el héroe del western pasará a ser un aturdido y desmemoriado cowboy intentando encontrarse a sí mismo, tratando de recordar vagamente quién fue, consternado por el absurdo de comprenderlo demasiado tarde y de forma tan breve y confusa. Argumento que elevará este género, a menudo tan maltratado, a la categoría de verdadera tragedia moderna.

La imagen final de la película es épica. Después del duelo al que hace referencia el título en castellano y un último cruce de palabras entre el sheriff y su amigo, que ”tan sólo olvidó por un momento cuál era su deber, eso es todo”, el primero de ellos se desmorona lentamente en su aliento final dejándonos, antes de los créditos finales, el plano majestuoso de la montaña al fondo. ¿Imagen de la muerte inexorable? ¿Del sepulcro donde yacen los viejos héroes del western clásico? ¿Del propio protagonista que desaparece para transfigurarse en la montaña misma?



So long, partner. I'll see you later...


En cualquier caso, un final conmovedor; auténtica puerta misteriosa que abrirá el género del western a una dimensión oscura y nebulosa, totalmente novedosa en su dilatada historia, y que nos llevará por los derroteros del revisionismo histórico, de la duda y el miedo, de la confusión y la derrota, de la pérdida y la búsqueda de la identidad, de la soledad y, finalmente, la muerte. Lo mejor está por llegar...

A.R.





"PRINT THE LEGEND": THE MAN WHO SHOT LIBERTY VALANCE (1962)








1962 fue un año relativamente tranquilo para los americanos; especialmente si lo comparamos con lo que vendría más adelante. El estado de ánimo del país no fue alterado (y cómo) hasta la crisis de los Misiles Cubanos, la cual fue resuelta diplomáticamente por Kennedy y Jruschov tras el Sábado Negro. Sin embargo, dicha crisis metió el miedo en el cuerpo a la gente, que, por primera vez, vio cómo Rusia les trataba de tú a tú. Mientras tanto, en la soleada California, los Beach Boys lanzaban "Surfin' Safari". Los Beatles cerraban filas incorporando a Ringo y unos chavales amantes del blues formaban en Londres un grupo llamado Rolling Stones. Marilyn aparecía muerta en su cama sin que se nos haya dicho aún por qué; y algo empezaba a pasar con el western. En 1962, se estrenan "Lonely Are The Brave" ("Los Valientes Andan Solos"), "Ride The High Country" ("Duelo en la Alta Sierra") y, -redoble, por favor-, "The Man Who Shot Liberty Valance" ("El Hombre que Mató a Liberty Valance"), dirigida por John Ford, de la que muy bien se puede decir que da comienzo esto del Western Crepuscular.
El año anterior John Ford había estrenado "Two Rode Together" ("Dos Cabalgan Juntos"), donde se podía empezar a vislumbrar el tono cuasi revolucionario y atípico que se iba a producir en el caduco género del western. Es un film en el que predomina un amargo sentido del humor, y que denota innegablemente cierto cansancio. Parece una especie de comedia hecha a mala ostia. Pero en su amargura prepara el camino para la rotunda obra maestra que es "Liberty Valance", un western desencantado y aparentemente sencillo, pero profundamente vanguardista. Y tajantemente desmitificador. Es posiblemente el último western clásico y también el primero contemporáneo. En su engañosa simplicidad nos encontramos una idea que a partir de entonces calará hondo en el género y en las conciencia yankees de los sesenta: la Historia Americana se sostiene una gran mentira.

En este caso el engaño es la exitosa carrera política de Ramson Stoddard (un James Stewart ultra-crepuscular) basada en el heroísmo que se le atribuye por haber matado a Liberty Balance (Lee Marvin maliciosamente sobreactuado). El título original deja mucho más abierta la idea de ese embuste, "El Hombre queDisparó a Liberty Valance"; porque, como veremos, en realidad, todo el mérito es de Tom Doniphon (John Wayne bordando el papel de -ejem- John Wayne). Ya que mentamos a los protagonistas sería justo destacar también el imponente trabajo de los secundarios, empezando por una soberbia Vera Miles; Edmond O’Brien como el periodista borrachín, cínico pero idealista, que ensalza la libertad de prensa; y, cómo no, los dos compinches de Liberty Valance, Lee Van Cleef lanzando miradas psicopáticas por doquier y Strother Martin, acobardándose y envalentonándose al mismo tiempo e irritando al personal con esa voz propia de una comadreja, ¡vaya par!

"El Hombre que Mató a Liberty Valance" es una balada nostálgica sobre el fin de una época. Una época en la que los nuevos elementos (el tren, la ley, libertad de prensa; el progreso en general) arrinconan a los antiguos (la pistola). Stoddard representa ese progreso. Idealista y bisoño, ensalza la fuerza de la Ley y la Civilización; sin embargo, lo primero que recibe a cambio es una brutal paliza a manos de Valance, el cual representa la ley de la selva, el revólver, o, mucho más simbólico, el látigo. También personifica esa época moribunda Tom Doniphon, aunque desde un punto de vista más humano: un tipo solemne y fiel a los suyos, que se sacrifica a sabiendas de no tener lugar en ese nuevo orden; un personaje que es un anacronismo andante y que recurre a la acción y no a la palabra, consciente de que ha llegado la hora de echarse a un lado, de que su época agoniza.

La paradoja de la historia está en que para que esa nueva sociedad se instale, alguien (Doniphon, ¿quién si no?) tendrá que apretar el gatillo.

No es casualidad que al inicio de la película Stoddard llegue en diligencia y al final se marche en tren. Ese es el signo de los tiempos: la máquina reemplaza al animal. Toda la trama se sostiene sobre un larguísimo flash-back que se inicia en el funeral de Doniphon. El estilo de la película es deliberadamente artificial: tanto la fotografía (obra de W.H. Clothier) como los decorados revelan una sensación ensoñadora, nada realista. A su vez, abundan los interiores y las escenas nocturnas. Está casi íntegramente rodada en estudio, subvirtiendo radicalmente la tradición de los cielos abiertos y la naturaleza que hizo famoso a Ford. Muy al contrario, "El Hombre que Mató a Liberty Valance" está repleta de planos densos y estilizados, y utiliza un blanco y negro muy contrastado para hablarnos de un tema extraordinariamente complejo, esencialmente político y, como dijimos, desmitificador.

De hecho, la película no deja de ser un debate sobre las armas. ¿Podría ser más actual? Hay un punto en la historia de los Estados Unidos en el que la ley de las armas dio paso a la Ley con mayúsculas. Es, precisamente, en ese punto donde se articula la trama de "El Hombre que Mató a Liberty Valance", en esa bisagra entre dos épocas, dos formas de vivir el Oeste: una moribunda, y la otra exultante y en sus albores. La mirada de Ford es nostálgica, pero crítica, queda claro que se identifica, no con el político, sino con el heroico y tenaz hombre que mató (ahora, sí) a Liberty Valance.

                            


Sería imposible elegir un solo highlight dentro de esta contundente obra maestra; así que mencionaré rápidamente tres. El primero es una imagen, simple en su forma pero enormemente evocadora: el cactus sobre el ataúd con el que se cierra la película (pelos como escarpias, amigos...); otra sería la mitiquísima escena del periodista afirmando que cuando la historia se transforma en leyenda, hay que imprimir la leyenda (
“when the legend becomes fact, print the legend”;
analizad esta frase, es definitiva...); sin embargo, si hay una escena que resume el conflicto central es aquella en la que Valance zancadillea a Stoddard arrojándole al suelo de la cantina y Doniphon toma partido (por primera vez y de forma definitiva) espetándole aquello de “that’s my steak, Valance”. No es casualidad que eligiésemos precisamente esta línea para titular este blog.
 
No, Valance.. You, pick it up!


J.S.